Inventando.»Reparto de bienes»

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Paolo y Teresa decidieron separarse.

Casa, coche, aparatos de gimnasia, cuadros, ordenadores, libros, ropa de hogar, ahorros, objetos decorativos, regalos, lavadora o secadora, lámparas, ollas, platos y hasta cubiertos o cuchillos. Todo fue separado y repartido con equidad, lógica y por igual.

Todo empaquetado y listo para dejar en venta lo único que no podía ser dividido físicamente. Se abrazaron y se besaron en los labios, era de lo más natural. Con el alma desgarrada y el amor en un puño, apretando las llaves de su nuevo hogar.

-Se acabó.

Soy libre.

¿Y ahora qué?

Soy feliz ahora.

Ya está hecho.

No mires atrás.


Al legar a casa, Paolo recolocó todo lo que le hubo quedado de la mitad de la convivencia, lámpara, platos, su taza del té favorita, las toallas moradas, libros repartidos en la estantería y en la nueva mesita de noche, cojines, mantas, cuadros, un butacón y demás cosas. Se puso la ropa de deporte y salió a correr, así, haciendo cosas cotidianas, se haría más fácil no pensar.

En la otra punta de la ciudad, Teresa guardó los muebles que eligió y las cajas embaladas en una de las habitaciones y cerró la puerta, se hizo un café en la cafetera que ya venía con la nueva casa, de esas clásicas italianas, encendió un cigarro y se sentó en la pequeña terracita de un octavo piso con vistas a otro edificio. Siempre presumió de tener buena memoria, era ella quien llevaba la agenda en casa, programaba las citas y adelantaba acontecimientos o días libres. Desde que se despidió de Paolo no pudo remediar que por su mente pasara, como en una película, toda su historia y los momentos vividos con él. Sonreía o soltaba alguna lágrima, mientras daba pequeños sorbos al café. 

¿Qué hago con todos estos recuerdos? Los días malos y duros que pasamos. Los maravillosos y viajes, todas esas aventuras… Grandísimos y preciosos momentos, románticos y divertidos. Los cambios, las pérdidas, el dolor, tanto amor… (pensaba preocupada Teresa).

Paolo era muy despistado, más bien de vivir al día, no solía recordar los buenos o malos tiempos, se solía olvidar de las fechas de cumpleaños, aniversario, aprendió a llevar la agenda para tener en cuenta las citas importantes. Teresa imaginó a Paolo sin recuerdos de todos estos últimos veinticinco años de sus vidas, desde que se conocieron. Pensó que era injusto para ella haberse llevado todos esos recuerdos y que, al igual que habían repartido todas las propiedades, debían hacer lo mismo con la memoria, de todo lo maravilloso o lo doloroso, quizás era una carga demasiado grande para una sola persona.

No es justo. Hay que repartir recuerdos, (pensó).

Pasados unos días, quedaron para tomar un almuerzo en un bar donde nunca habían ido, un domingo tranquilo de agosto. Paolo estrenaba sus vacaciones y a Teresa le pareció buena idea proponerle lo del reparto de recuerdos. Decidieron sentarse en la terraza bajo las sombrillas con vistas a toda la ciudad. Fue cargada con dos grandes álbumes de fotos y lo dejaría caer sobre la mesa de forma rotunda para llamar más la atención de Paolo y presentar su idea, que en realidad era ya un hecho.

He repartido todas las fotos que tenemos, desde que nos conocimos, en dos álbumes, pero vamos a ir mirando a ver si prefieres unos u otros recuerdos.

A Paolo le pareció bien, le encantaba lo buena organizadora que siempre fue Teresa y la forma en la que presentaba sus ideas y programas para las vacaciones, así que sonrió y puso todo su interés abriendo uno de los álbumes.

«Recuerdos de Paolo»

~Bolonia, verano de 1990

Unas fotos de ella a los veinte años, en la playa, un verano en el camping, volando cometas, él subido a un árbol para colgar la hamaca, la fogata dónde hacían sopas o asaban el pescado que habían estado toda una tarde esperando a pescar~

Ella le susurraba los detalles, momentos y cosas que dijeron esos días, mientras él pasaba las páginas de ese viaje. Cada palabra de Teresa no solo salía de sus labios, se extraían de su mente, de sus recuerdos, entrando a pasar un bien de Paolo, solo suyo, ella lo olvidaría a pesar de su buena memoria… Igual que la colección de Julio Verne con la que él se quedó.

¿Quieres este recuerdo?

Si, me gusta, ¿cuál tienes tú?

-Pasa la página, tú solo dime si quieres estos recuerdos.


~Oviedo, navidad de 199o

La fachada del viejo hotel. Las luces que decoraban la ciudad, ellos embutidos en plumones, gorros y bufandas de lana en medio de la multitud~

Siguió contando al oído de Paolo, cada detalle, textura, olor, sensación, la caída de Teresa en la calzada helada y como pasó los últimos días de las vacaciones con el tobillo vendado. Cómo él la llevaba en brazos para bajar o subir las escaleras y las fotografías que le hizo ella mientras él patinaba solo sobre la pista de hielo.

-¡Qué bien lo pasamos!, aunque tú lo pasaste mal ese día en el que te caiste y la rehabilitación te costó mucho también.

-Bueno, ya no lo recordaré jamás.

-¿Por qué, si me has contado cada detalle y tienes una memoria envidiable?

-Si, Paolo, de eso se trata, de repartir la memoria de nuestra historia. No es justo que yo cargue con todo esto.

-¿Y si alguna vez necesitas acordarte de algo que nos pasara?

-Si no lo recuerdo, no lo necesitaré. 

-¿No nos sentiremos vacíos?, ¿y si nos viene la sensación de haber perdido algo muy nuestro, muy arraigado en nuestro interior, que parezca un agujero, un hueco, como si nos faltara algo?

-Entonces nos llamaremos y quedaremos para preguntarle al otro el porqué y averiguar qué nos ocurre, qué nos falta.

-Pues nos faltará el otro, Teresa, esto es así. Nos echaremos de menos, es lo normal.

-Confía en mí. Sigamos el reparto.

-No Teresa, el vacío lo sentiremos igual, recordemos o no, como cuando vayas a buscar releer «La vuelta al mundo en 80 días», y no lo tengas, porque yo me lo llevé. Te lo tendrás que comprar o buscar otra cosa que leer.

-No puedo comprar recuerdos nuevos contigo.

-No, no puedes, tendremos que crear otros, totalmente nuevos.

-Tú olvidarás nuestra historia, no tienes buena memoria.

-Sigamos mirando los álbumes y me cuentas todo, el tuyo, el mío, con todos los detalles, cada vez que mire las fotografías vendrán a mí tus palabras y todos los recuerdos.

Pasaron horas en aquel bar, pasando las hojas, riendo y llorando los tiempos que pasaron juntos. Cuando comenzaron a distanciarse.

Decidieron intercambiar el álbum cada cinco años, ya que Teresa había hecho un reparto bastante equitativo pero incompleto de sus memorias.

Otro beso en los labios, un abrazo de los que duran una eternidad. Se alejaron con una sonrisa en la cara y lagrimas entre los dedos, el amor les inundaba el alma, de vivencias, dolor y amor, toda una vida…

Paolo llegó a casa y fue directo a la estantería donde colocó la colección de Julio Verne, la empaquetó y lo dejó en la entrada para no olvidar enviársela a la mañana siguiente sin falta.

Teresa abrió la puerta donde dejó las cajas del «reparto de bienes» y fue colocándolas entre sus cosas. Se puso la ropa de deporte y salió a correr, como siempre.

Inventando. «El miedo infundado»

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¡Uuuu! ¡uuuu!… se oía aullar al lobo.

La muchacha miraba el horizonte montañoso, una neblina espesa cubría el bosque y le hacía temblar de duda y desconcierto.

¡Uuuu! ¡uuuu!… se oía aullar al lobo.

Muy lejos de aquel paisaje, ese sonido le perseguía y amenazaba, como la afilada espada del valiente samurái.

¡Uuuu! ¡uuuu!… se oía aullar al lobo.

La muchacha vivía entre bellezas y alegrías, en cálido hogar arropada, sobre asfalto paseaba con su amor de la mano, pero no podía ser feliz del todo,

¡Uuuu! ¡uuuu!… se oía aullar al lobo.

Al caer en el ensueño, la muchacha imaginaba al feroz animal corriendo hambriento hacia la frontera del bosque buscando su blanda carne para morder.

¡Uuuu! ¡uuuu!… se oía aullar al lobo.

Mientras, y ajeno a los sueños del hombre, aullaba el lobo a la noche, apresaba pequeños manjares, se acomodaba, solitario, en la cueva entre las rocas montañosas.

¡Uuuu! ¡uuuu!… se oía aullar al lobo.

~El miedo~

A veces debemos aceptar nuestros miedos como una parte de nuestro ser, sabernos conscientes de aquello que pueda amenazar la felicidad, confiando sin más y no estando alertas , pues nuestro instinto nos llama a la experiencia de lo vivido y siempre habrá un aullar o un íncubo acechante. Comprendiendo el temor como algo intrínseco a lo natural, dejará de perseguirnos para saber que no vive éste deseoso de devorarnos.

¡Uuuu! ¡uuuu!… se oía aullar al lobo, inconsciente de ti, de mí.

La muchacha dejaba de oír a la bestia, comía, sonreía, paseaba, amaba y vivía, sabiendo que ahí estaban sus miedos, y que el aullar no tenia que ver con ella.

¡Uuuu! ¡uuuu!… se le oía aullar, con el estómago satisfecho, al claro de luna, desde su garganta salvaje e inexorable forma de ser, un lobo.

Inventando. «En el mar no hay puertas ni ventanas»

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~

Mientras salía por la ventana me di cuenta de que había dibujado un sendero en el muro exterior. Lo seguí confiada, ya que creí recordar haberlo hecho yo misma.

A medida que avanzaba el camino, algunos trazos, que aparecían borrosos al principio, fueron tomando forma y colores nítidos. Al final del sendero encontré una casa y otra ventana, me paré e investigué si había puerta de entrada, cuando de repente, ahí estabas tú, diciéndome adiós con un beso en la mano, y me vi a mí misma saliendo por la ventana y siguiendo el sendero dibujado.

Esperé a alejarme y te observé mientras me mirabas marchar. Entonces, cogiste una lata de pintura y cubriste el dibujo hasta blanquearlo por completo.

No supe hacia dónde ir. También me preocupaba si mi otro yo encontraría el camino bajo el recién blanqueado, así que, cuando hubo anochecido, terminé de cubrirlo todo, tanto ventanas y la puerta, y pinté un inmenso paisaje lleno de senderos, montes, caminos, bosques, ríos y horizontes, un mundo sin puertas ni ventanas.
Y me dibujé a mi misma, llegando al mar.

~

Inventando. «La restauradora de cuencos»~capítulo IV

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~ Capítulo IV ~

«El cuenco que modeló Joaquín»

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Volvieron a sus puestos de trabajo. Se puso la bata y se sentó a esperar qué le decían las piezas de aquel desastre.

Con lupa y pinzas logró completar zonas en las que quedaban huecos y grietas que seguramente estaban hechas polvo. Los fue pegando y logrando intuir la curva y comenzaron a distinguirse los dibujos originales. Según las proporciones y el peso del material, diseñó la base, tal y como se reflejaba en la fotografía y le describió Joaquín, «ancha, fuerte y gruesa», la compuso con una barbotina hecha con el resto recogido en los tarros.

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Por ahora, los retales no se resistían a ser restaurados, era como si cada fragmento del cuenco supiera dónde debía estar.

Olimpia llevaba un diario con anotaciones de sus impresiones cuando hacia una restauración. Abrió este capitulo con la frase: «Teresa y Paolo, ¿qué ha pasado, dónde estáis?»

En las fotografías del original se podía ver un paisaje de montes y caminos, puentes al océano, redes que servían de cama, peces que volaban a ras del mar, cabellos ondulados que abrazaban la espuma de las olas que surgían del pecho de un muchacho. Cuerdas de guitarra que sujetaban las velas de un barco surcando las aguas de un lago… pero, no todos los dibujos coincidían con los fragmentos recibidos.

-¿Habrán cambiado las ilustraciones con el paso del tiempo?, ¿es posible esto?, ¿saben los artesanos que sus piezas toman vida propia y se transforman cuando van junto a sus propietarios?-, se preguntaba constantemente.

No pudo evitar ir de inmediato a reunirse con Joaquín y expresarle estas cuestiones.

-A veces ocurre, que hay tanta vida y fuerza en las relaciones, que su cuenco llega a componerse de la misma esencia de la que están hechos sus propietarios, casi como si latiera un corazón y tuviera que ser alimentado cada día, como un ser vivo que necesita de la luz del sol-, le contaba Joaquín, sentados ambos en un banco junto a la orilla del pequeño lago del parque, mientras compartían una manzana y pan de coco y cacao. Ya estaba atardeciendo y el artesano había acabado su turno, volvería a casa a descansar. Olimpia le dijo que se quedaría esa noche trabajando, no podía dejar de pensar en otra cosa que no fuera recomponer esa pieza tan extraordinaria.

-Deberías descansar, durante el sueño te liberarás de tus pensamientos de hoy y dejarás espacio a nuevos que te ayuden a ver con más claridad-, le aconsejó el veterano artesano.

Visto que había adelantado mucho en este día, Olimpia recogió sus cosas y volvió a casa.

~continuará~

(Capítulo I) – (Capítulo II) – (Capítulo III) – (Capítulo IV)

Inventando. «Cuenteando»

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~

Uno que me inventé,
otro que se te olvidó
canté sin el compás
y mañana se lo creyó.

Los dos que te enseñé,
se lo traigo a los demás,
pagamos sin ver bailar
y nunca dijimos adiós.

Tres cuentos esbocé,
llamaron y dije: «¡voy!»,
un final para embalar,
y principitos de primera.

Cuéntamelo otra vez,
con el mismo final hoy,
para poderlo recordar
con el erase que se era.

~

Inventando. «La restauradora de cuencos»~capítulo III

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~ Capítulo III ~

«Conociendo a Teresa Bianchi y a Paolo Volpe»

OlimpiaEnElParque

Consiguió la fotografía del contenedor de Teresa y Paolo. La imprimió y se fue al parque con una manzana para estudiarla bien. En la zona había un pequeño lago y podías ver el otro lado perfectamente, había gente sentada a la orilla, que como ella, disfrutaban de un rato de sol tomando algo, charlando o bañándose.

Pensó en Teresa y Paolo, en lo que le contó el artesano Joaquín y leyó atentamente el primer sobre que llegó a la fábrica junto a la demanda del cuenco.

El texto decía:

~ Te amo Teresa, como ama el mar a los peces,
con la curiosidad del sabio que experimenta,
la ilusión de un niño con un juguete nuevo.
Quisiera abrazar la luna y morir a veces,
hoy la luz del amanecer me alimenta,
y con latidos y miradas de amor me muevo.

Te amo Paolo, como aman los peces al mar,
la quietud de los brazos al bebé acunado,
la constante agua que fluye de un río.
Quisiera atrapar una estrella y desear,
hoy la noche me acompaña a tu lado,
de latidos y miradas abrigaré tu frío. ~

Y seguía así:

~ Ambos hijos de pescadores, se conocían desde pequeños, habían jugado juntos entre las redes que remendaban sus padres en el puerto, crecieron entre las rocas, las tardes interminables esperando que picara algo, mientras hablaban y hacían sus planes.
Tenían diecinueve años cuando decidieron irse juntos a descubrir el mundo. Cogieron lo imprescindible y con un poco de dinero en los bolsillos, una guitarra y mucha ilusión, emprendieron su viaje. Indiferentemente tocaban y cantaban, tanto uno como el otro. Lo hacían fatal, pero se divertían de lo lindo y conseguían algunas monedas, más por el encanto y la simpatía que desprendían, que por el arte que corriera por sus venas. Recorrieron Europa y vuelta otra vez. Cada año hacían lo mismo, a veces con menos equipaje y otras con más lujos. La India, China o los desiertos de África. Los viajes y sus sueños se veían cumplidos, cada año, a pesar de los inconvenientes o altibajos económicos, se adaptaban a toda circunstancia, pero nunca olvidaban su objetivo.
Cumplidos los veintisiete años, Teresa decidió crear el huerto más hermoso jamás soñado, y Paolo quiso construir un barco con sus propias manos, para recorrer los siete mares juntos. ~

ElPrimerSobre

Después de observar los detalles y motivos del cuenco, se dirigió a la mesa de enfermería. Colocó el trozo más grande que tenia y volcó el resto ante ella. Ocupaba toda la superficie de la mesa, se remangó y se quedó ante estos intentando comprender y resolver el puzle. Seleccionó por tamaños, color y por el tono del polvo, recogió los puñados que podían tener algo en común, y los metió en varios tarros. El primer texto frente a ella, y el nuevo sobre, aún cerrado, a un lado del cuenco esparcido.

Era la hora de comer, cogió el maíz cocido y algunos panecillos que cocinó la noche anterior, y se fue al bar un rato a charlar con sus compañeros. Era incapaz de concentrarse, solo pensaba en ese cuenco. Sorda a lo que hablaban, se fijaba en sus expresiones, gestos y miradas. Se imaginaba los viajes de Teresa y Paolo, los lugares por donde estuvieron caminando, las calles y rincones donde se pararon a cantar y tocar la guitarra para sacar unas monedas y seguir con su aventura.

-Ella es pelirroja, con ondas en una media melena, y Paolo tiene el pelo negro, a caracolillos alborotados-, pensaba Olimpia. -¿Cómo podría no creer en ellos?, parecía que, amarse y vivir su vida, les salía tan fácil como al vidriero soplar el cristal-

-¡Si Joaquín, creo en ellos!-, dijo en voz alta, sin darse cuenta de que estaba entre sus compañeros, éstos la miraron y se rieron por haberse quedado en la inopia y ella también soltó una risotada por haberse visto en esa situación.

~continuará~

(Capítulo I) – (Capítulo II) – (Capítulo III) – (Capítulo IV)

Inventando. «La restauradora de cuencos»~capítulo II

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~ Capítulo II ~

«El cuenco y el sobre»

Durante la noche seguían, artesanos y restauradores, manteniendo la vida en la fábrica. En el cambio de turno siempre compartían un rato en el que se debían comunicar las nuevas entradas y salidas de cuencos.

Junto a la demanda de un nuevo contenedor venía un sobre con uno o varios nombres y un texto. En base a esto, el artesano diseñaba y creaba un nuevo recipiente.

No habría dos iguales.

Olimpia hacía su reunión de cambio de turno y le comunicaron la entrada de un cuenco que venía en condiciones casi irreparables. Nadie se ha atrevido a mirar el sobre adjunto, el cual solo llevaba las iniciales «T. P.».

Cogió la caja que contenía los trozos, algunas partes eran irreconocibles, pues estaba hecho añicos… hecho polvo. Era la primera vez que se ocupaba de un caso tan complicado. Solo encontró un fragmento en que pudo reconocer parte de los motivos, la curva y el color.

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No abrió aún el sobre.

Hizo fotografías al más entero y se dirigió al archivo donde se localizan todos los existentes en el mundo. Debía encontrar cómo era aquel contenedor y para quién se creó.

-Creo que me traje tortitas de coco, levadura y chocolate suficientes para hoy, pues va a ser un día largo-, pensó.

-A veces, el sobre indica el motivo de la ruptura del cuenco, pero tienes que intuir cómo pasó y si se puede resolver, para esto, te has de implicar y vincular, tanto al cuenco y a los responsables de éste-, hablaba en voz baja mientras iba buscando en los archivos del ordenador.

-Quiero ver cómo era antes de romperse-, dijo de forma contundente mirando el sobre sin abrir. -T.P.-, leyó.

Fue seleccionando por color o dibujos en el archivo hasta descartar los que no podían ser, por el volumen de piezas, debía ser un cuenco bastante grande, de cerámica, tonos tierra, garanza claro, azules, ocres y verdes. Se intuía la cola de un pez.

Quedaron menos de cien con características similares, así que, decidió ir con el fragmento al laboratorio de cerámica y hablar con los artesanos.

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-Puede que alguno reconozca la pieza y me dirija directamente-, pensó Olimpia.

Todos los artesanos le fueron indicando al más veterano, Joaquín, por lo visto es muy sensible a los gustos de la gente de mar. Visto que parecía contener motivos de peces, no lo pensó más y le preguntó directamente:

-¿Recuerdas este cuenco?-, dijo Olimpia, con el fragmento en mano, una sonrisa y cierta preocupación.

-A ver, deja que lo mire con atención, pues creo que puedo reconocer cada uno de los que he hecho…-, se quedó Joaquín murmurando mientras cogía una lupa para estudiarlo atentamente.

-Ummm, si, estoy casi seguro, …¡si!, definitivamente, son ellos, si, si, si-, dejó la lupa y contuvo la pieza entre las manos.

Y con los ojos cerrados dijo: –Era precioso, fuerte, con una base ancha y gruesa, con un par de asas bien robustas pero elegantes y dos cinturas, el color de la tierra y del mar, de la risa, el baile, el viento en la cara mientras corren por las rocas de un espigón, el calor y la seguridad de sus manos entrelazadas era tan firme que, cuando lo modelaba, yo mismo lo sentí en mis manos. Pintarlo fue como mirar a través de los ojos de Teresa a los plateados de Paolo, donde a la vez, se reflejaba el atardecer desde la orilla del mar, el cálido ambiente en su hogar lleno del verde de las plantas y olor a comida recién hecha…-, aflojando la voz, miró fijamente a los ojos lacrimosos de Olimpia.

-Está muy roto-, exclamó ella tímidamente.

-Busca el cuenco «Teresa Bianchi y Paolo Volpe~009494~verano1999»-, le dijo el viejo artesano.

-Gracias, no sé si podré con esta restauración-, dudó Olimpia.

-Cree en ellos y el cuenco te responderá-, le aseguró Joaquín.

~continuará~

(Capítulo I) – (Capítulo II) – (Capítulo III) – (Capítulo IV)

Inventando. «La restauradora de cuencos»~capítulo I

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~ Capítulo I ~

«Olimpia y el cuenco primordial»

Olimpia

Como cada día, Olimpia se levantaba a las seis de la mañana, los colores del sol iban tiñendo la habitación, dejaba siempre las persianas levantadas para no perder ni un solo amanecer, despertando juntos, sin forzar la luz en el interior. Le gustaba ver cómo se iba aclarando el cielo mientras se estiraba, luego recogía la casa, se lavaba y tomaba un desayuno completo. Escribía y leía el correo, echaba una ojeada al periódico, navegaba por las redes sociales, visitaba sus blogs preferidos o releía un capitulo al azar, entre sus libros a mano. De lunes a domingo, iba caminando hasta la fábrica de cuencos.

Olimpia trabaja en la zona de restauración.

Cuencos de todo tamaño, formas, material y colores, los había esmaltados, soplados, modelados o tallados. Del tamaño de una persona o como la palma de una mano.

-EL CUENCO PRIMORDIAL-ElPrimerCuenco-LasManos

Este era el nombre de la fábrica y en la entrada se podía leer:

~ El primer cuenco que construyó el ser humano

lo hizo con sus propias manos,

juntó las palmas y recogió sus dedos

para contener el agua que le quitaría la sed ~

Artesanos de todo el mundo se congregaban en la fábrica para crearlos. En base a la premisa del texto bajo su nombre, se realizaban estos contenedores.

Olimpia tenía la habilidad de recomponer los trozos de los recipientes rotos. Se le daban bien los puzles, acertijos o rompecabezas. Fueran de cristal o madera, de barro, papel, cerámica, metal o mármol, exponía ante la mesa todos los pedazos y comenzaba a completarlos, imaginando y acertando su forma inicial. Tenía libertad en la técnica de pegado, la única condición era que, en el acabado, debía apreciarse dónde había sido restaurado. A veces, se hacía una pequeña marca o inscripción del numero de veces reparado o de la fecha en la que se hizo el arreglo, otras incluso, se resaltaba la zona.

Cada vez que acababa uno, se preguntaba por qué no podía hacer que no se notara en absoluto que había pasado por la enfermería, como ella solía referirse a su zona de trabajo, ya que se sentía capacitada de conseguir un perfecto resultado.

Tenía dos descansos, uno a media mañana, en el que, mientras mordisqueaba una manzana, se paseaba por las otras estancias y laboratorios de los artesanos. Su preferido era el de vidrio, le gustaba ver cómo soplaban el cristal, el calor que desprendía y cómo cambiaba de color, le fascinaba lo maleable que era un material que después se haría tan duro y transparente. Siempre curiosa de saber, charlaba con todos y sonreía sorprendida por lo fácil que parecía modelar las piezas, en las manos de los artesanos.

Una de las dudas que les exponía era la del porqué debía hacer notar que los cuencos habían sido restaurados. Las respuestas eran variadas, unos decían que, como piezas únicas no podían ser reproducidas, y que el propietario debía ser más cuidadoso y ser consciente de lo que tenía entre manos. Otros, celosos de su obra, le decían que no podía imitar su maestría y aparentar que era la original.
No quedaba satisfecha con estas explicaciones, pero se conformaba y seguía a lo suyo.

En el descanso para comer, solía reunirse con algunos compañeros bajo algún árbol o en un banco del parque cercano. Y si hacia mal tiempo para estar fuera, había un pequeño bar en la fábrica, que podían usar de comedor.

Era un trabajo duro, pues no se libraba ni un solo día, pero divertido, creativo y ameno, todos sentían la gran importancia de lo que hacían, y era casi un ritual cuando uno de sus trabajos salía para ser entregado o entraba para su restauración, bueno en este caso, no les hacia sentir tan orgullosos, pues significaba que algo había ido mal.

Formar parte del equipo no era fácil, debías pasar pruebas de gran destreza, tanto manuales como resolutivas, creativas, de relaciones sociales y completar algún que otro test. Nadie sabía quién era el propietario de aquello, pues cada uno de los artesanos había sido entrevistado por diferentes personas y momentos. La respuesta les llegaba a casa por correo certificado, con el día de incorporación y un contrato de por vida.

Prácticamente era una forma de vivir, como si hubieras nacido para ello, como los médicos y el juramento Hipocrático. Podía surgir una urgencia o estar todos día y noche sin parar de producir estos contenedores. La fábrica de cuencos nunca estaba sola, unos hacían turno de día y otros de noche.

Cuando salían e iban a casa, no solían hablar de lo que hacían, simplemente trabajaban en una fábrica de cuencos, no es que fuera un secreto, pero se les veía felices, y cuando estás feliz, no suelen preguntarte por el trabajo.

Antes de la puesta del sol, Olimpia ya estaba de camino a casa, aprovechaba y compraba algo, a veces maíz, té, legumbres, fruta o verdura de temporada. Le encantaba comer, así que a veces adquiría algún producto que jamás hubiera probado y experimentaba en la cocina. Hoy compró coco rallado, levadura de cerveza desamargada en polvo (se la recomendaron una vez porque le daba buen sabor a las ensaladas) y harina de trigo, pensó hacer panecillos, -quizás le eche cacao puro, debe ser delicioso encontrarse los trocitos crujientes al morder-, pensó relamiéndose y aligerando el paso.

~continuará~

(Capítulo I) – (Capítulo II) – (Capítulo III) – (Capítulo IV)

Inventando. «Pasajes que se hacen paisajes o el porqué del hombre-ave»

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«Erase una vez un hombre, que de tanto ir del norte al sur y del sur al norte, se convirtió en ave.

Nadie se dio cuenta, porque conservó su aspecto humano, así que, pasaba desapercibido si se asentaba durante largo tiempo en un mismo lugar. Nadie se dio cuenta, o solo algunos percibían algo extraño en él, cosas como el detalle de su mirada siempre dirigida al horizonte, sus manos, que tendían a bailar al caminar, o sus pies, que aún parado, se apoyaban en las puntas de los dedos como si su cuerpo no pesara.

Nadie se dio cuenta de lo que le ocurría realmente, menos yo, que a su encuentro, notaba cómo se balanceaba su cuerpo con la brisa que, a mí, apenas me hacia mover el flequillo.

Entonces lo supe, mi amigo humano, se había convertido en pájaro.

Lo extraordinario es que ni siquiera él lo sabia, pensaba que estaba enfermo, cuando al permanecer en tierra firme, sentía náuseas, le latía tan fuerte el corazón que pensaba le fuera a estallar. Le inmovilizaban los brazos para que no se dañara, pues se agitaban de manera brusca durante el sueño, analizaban su sangre y también su comportamiento, esperando encontrar una causa a la actitud distraída al esquivar la mirada cuando le hablaban.»

El hombre-ave.jpg

-Hay pasajes que se hacen paisajes-

Las caricias, se harán un campo de trigo balanceado al viento.

La traición, creará agujeros en las rocas donde te pudieras volver a caer.

La risa, una tormenta de verano que sorprende en medio del mar.

El dolor, se hará caja con candado y llave a barlovento.

El enamoramiento, la mirada perdida en la inopia de los ojos de otro ser.

El placer, será la belleza extraordinaria que logre inspirar.

La mentira, será batalla de héroes vencidos en un charco de sangre.

El abandono, es la silla que siempre espera vacía frente a ti.

Los triunfos, lugar de un gran festín con fuegos artificiales.

La violencia, conformará un campo devastado por el hambre.

La desconfianza, creará un monstruo que no deja vivir.

El amor, una madre con su bebé y el abrazo de los amantes.

La paz, se hace atardecer o un cántico tibetano.

El miedo, el vértigo y la oscuridad.

La culpa, se hará purgatorio, donde el castigo es más fuerte que el perdonar.

La suerte, será el destino que te echó una mano.

El horror, la muerte injusta y la maldad.

El errante se convertirá en ave, en el tránsito del vuelo que se ha hecho su hogar.

Inventando. «Una gran mujer»

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Conozco a una mujer tan grande que sus amantes se pierden en su piel. Necesita uno nuevo cada día, pero ninguno de ellos logra alcanzar satisfacer sus sentidos. Así de insondable es ella, que nunca llega a conocer hasta dónde puede sentir, y es también una frustración el no colmarla. Tan grande es, que no tiene más perspectiva que la suya, como una montaña, es inamovible, inmutable a lo que le viene, receptora incansable de exploradores y senderistas del deseo, ocupas ocasionales y peregrinos de amor, ermitaños que instalan un altar a la belleza inalcanzable en devoción.

Una montaña, expuesta a las inclemencias del tiempo, las estaciones, los años… Ejércitos y poblados se instalaron o pasaron por allí por períodos; se alimentaban, refugiaban, asolaban algunas zonas y en otras cultivaban. Lugares abandonados después.

Pero una montaña no es una mujer, y una mujer no es una montaña.

Es grandiosa, tanto, que comprendes la palabra «diosa», y como tal, la veneras, le haces monumentos, escuchas y compartes las leyendas o hazañas, que se cuentan sobre ella… pero no la conoces, nunca se acerca nadie lo suficiente, más allá de su piel… sobretodo porque todos saben que es insaciable, profunda, impenetrable, incomprensible y misteriosa. Le cuentas tus cosas, te escucha en silencio, incluso es capaz de oírte sin hablar, como en los rezos, eso es, como cuando pides deseos.

Pero las diosas no existen y ella es mujer.

Quizás el mundo le quede pequeño, o puede que sea tan bella que su brillo hizo que nos alejáramos para verla de lejos, entornando los ojos, como cuando miras al sol. Puede que por esto parezcamos pequeños, por alejarnos.

Tiene los brazos tan grandes que es capaz de acunar a diez bebés al mismo tiempo. Cuando habla es como la banda sonora que acompaña a los días de lluvia. Si sale a pasear, se crean caminos nuevos al pisar. Cuando duerme se descubre el astro sol y cuando se despierta y levanta, lo oculta en eclipse diurno.

¿Será ella la causa del insomne, de las noches en vela, de los sueños eróticos, el objeto del deseo y la pasión inalcanzable del hombre?

Pero un sueño no es objeto y ella no es un sueño.

A veces es tan grande que nos abraza, envolviéndonos con una halo de paz y bienestar extrañamente familiar… maternal.

Eso es, no hay otra palabra, pues se trata de eso lo que intento expresar con un alfabeto y mi limitada expresividad, lo que significa, contiene y desprende en su forma, el hecho de ser …

…MADRE

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