~ Capítulo I ~
«Olimpia y el cuenco primordial»
Como cada día, Olimpia se levantaba a las seis de la mañana, los colores del sol iban tiñendo la habitación, dejaba siempre las persianas levantadas para no perder ni un solo amanecer, despertando juntos, sin forzar la luz en el interior. Le gustaba ver cómo se iba aclarando el cielo mientras se estiraba, luego recogía la casa, se lavaba y tomaba un desayuno completo. Escribía y leía el correo, echaba una ojeada al periódico, navegaba por las redes sociales, visitaba sus blogs preferidos o releía un capitulo al azar, entre sus libros a mano. De lunes a domingo, iba caminando hasta la fábrica de cuencos.
Olimpia trabaja en la zona de restauración.
Cuencos de todo tamaño, formas, material y colores, los había esmaltados, soplados, modelados o tallados. Del tamaño de una persona o como la palma de una mano.
-EL CUENCO PRIMORDIAL-
Este era el nombre de la fábrica y en la entrada se podía leer:
~ El primer cuenco que construyó el ser humano
lo hizo con sus propias manos,
juntó las palmas y recogió sus dedos
para contener el agua que le quitaría la sed ~
Artesanos de todo el mundo se congregaban en la fábrica para crearlos. En base a la premisa del texto bajo su nombre, se realizaban estos contenedores.
Olimpia tenía la habilidad de recomponer los trozos de los recipientes rotos. Se le daban bien los puzles, acertijos o rompecabezas. Fueran de cristal o madera, de barro, papel, cerámica, metal o mármol, exponía ante la mesa todos los pedazos y comenzaba a completarlos, imaginando y acertando su forma inicial. Tenía libertad en la técnica de pegado, la única condición era que, en el acabado, debía apreciarse dónde había sido restaurado. A veces, se hacía una pequeña marca o inscripción del numero de veces reparado o de la fecha en la que se hizo el arreglo, otras incluso, se resaltaba la zona.
Cada vez que acababa uno, se preguntaba por qué no podía hacer que no se notara en absoluto que había pasado por la enfermería, como ella solía referirse a su zona de trabajo, ya que se sentía capacitada de conseguir un perfecto resultado.
Tenía dos descansos, uno a media mañana, en el que, mientras mordisqueaba una manzana, se paseaba por las otras estancias y laboratorios de los artesanos. Su preferido era el de vidrio, le gustaba ver cómo soplaban el cristal, el calor que desprendía y cómo cambiaba de color, le fascinaba lo maleable que era un material que después se haría tan duro y transparente. Siempre curiosa de saber, charlaba con todos y sonreía sorprendida por lo fácil que parecía modelar las piezas, en las manos de los artesanos.
Una de las dudas que les exponía era la del porqué debía hacer notar que los cuencos habían sido restaurados. Las respuestas eran variadas, unos decían que, como piezas únicas no podían ser reproducidas, y que el propietario debía ser más cuidadoso y ser consciente de lo que tenía entre manos. Otros, celosos de su obra, le decían que no podía imitar su maestría y aparentar que era la original.
No quedaba satisfecha con estas explicaciones, pero se conformaba y seguía a lo suyo.
En el descanso para comer, solía reunirse con algunos compañeros bajo algún árbol o en un banco del parque cercano. Y si hacia mal tiempo para estar fuera, había un pequeño bar en la fábrica, que podían usar de comedor.
Era un trabajo duro, pues no se libraba ni un solo día, pero divertido, creativo y ameno, todos sentían la gran importancia de lo que hacían, y era casi un ritual cuando uno de sus trabajos salía para ser entregado o entraba para su restauración, bueno en este caso, no les hacia sentir tan orgullosos, pues significaba que algo había ido mal.
Formar parte del equipo no era fácil, debías pasar pruebas de gran destreza, tanto manuales como resolutivas, creativas, de relaciones sociales y completar algún que otro test. Nadie sabía quién era el propietario de aquello, pues cada uno de los artesanos había sido entrevistado por diferentes personas y momentos. La respuesta les llegaba a casa por correo certificado, con el día de incorporación y un contrato de por vida.
Prácticamente era una forma de vivir, como si hubieras nacido para ello, como los médicos y el juramento Hipocrático. Podía surgir una urgencia o estar todos día y noche sin parar de producir estos contenedores. La fábrica de cuencos nunca estaba sola, unos hacían turno de día y otros de noche.
Cuando salían e iban a casa, no solían hablar de lo que hacían, simplemente trabajaban en una fábrica de cuencos, no es que fuera un secreto, pero se les veía felices, y cuando estás feliz, no suelen preguntarte por el trabajo.
Antes de la puesta del sol, Olimpia ya estaba de camino a casa, aprovechaba y compraba algo, a veces maíz, té, legumbres, fruta o verdura de temporada. Le encantaba comer, así que a veces adquiría algún producto que jamás hubiera probado y experimentaba en la cocina. Hoy compró coco rallado, levadura de cerveza desamargada en polvo (se la recomendaron una vez porque le daba buen sabor a las ensaladas) y harina de trigo, pensó hacer panecillos, -quizás le eche cacao puro, debe ser delicioso encontrarse los trocitos crujientes al morder-, pensó relamiéndose y aligerando el paso.
~continuará~
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